He matado a alguien. No puedo recordar cuándo sucedió ni por qué lo
hice. Tampoco recuerdo a quién maté. Pero sé que fue un crimen
especialmente repugnante. Sé, en el fondo de mi conciencia, que los
motivos fueron absolutamente fútiles y deleznables, como conseguir una
pequeña y breve satisfacción. O tal vez usé la vida de alguien para
lograr un fin insignificante, como quien usa para limpiarse una rica
tela, teniendo solo un poco más lejos servilletas de papel.
Sé que
mi crimen está sepultado por capas y capas de olvido, coartadas y
silencio. Nadie podrá descubrirme. Por eso mis días son tan apacibles.
Pero por las noches, cuando duermo, esa seguridad se derrumba. Tengo
sueños inquietos. Todos los que me rodean empiezan a tener sospechas.
Todos pueden seguir la pista a partir de unos indicios visibles y llegar
por unos razonamientos muy firmes, prácticamente inevitables, hasta el
corazón de mi crimen. Yo mismo soy el que va dando las pistas. Donde no
hay nada, donde todo es seguridad, mi alma se va desnudando, y no puedo
impedir hacer alusiones indirectas a lo que he hecho. Casi todo lo que
digo tiene alguna relación con mi crimen, aunque no pueda dar detalles
concretos. Y no puedo evitar dejar de hablar con todo el mundo.
Me
esfuerzo en recordar algunas circunstancias de mi crimen, en convocar
alguna imagen. No lo consigo. Solo siento dentro de mí la extrañeza
triste de mi víctima, o de mis víctimas.
Afuera, el cúmulo de
evidencias contra mí se hace monstruoso. La gente empieza a hacer
interrogatorios y dar batidas. Se acercan a mi casa.
Entonces me
despierto y respiro aliviado. Nunca lo averiguarán. Disfruto plenamente
del día, sin el menor asomo de remordimiento.
A veces duermo en
presencia de otros. En familia, después de comer, e incluso en una
reunión de amigos, no puedo evitar muchas veces echarme hacia atrás en
el sillón y quedarme casi enseguida sumido en el sueño. Curiosamente,
este efecto es fulminante si hay bebés durmiendo en la habitación.
En ese sueño, soy inmediatamente consciente de que no debería estar
dormido. Oigo lejanamente las voces, me entero vagamente del argumento
de la película que están poniendo en televisión (que muchas veces trata
de crímenes, que solo comprendo a medias, como el mío o los míos), pero
sé que estoy durmiendo y que no debería hacerlo allí. Trato de
despertarme, pero no puedo. Lo intentó una y otra vez, pero siempre
desemboco al lejano rumor de la película y a la certeza de estar
durmiendo. Llego a pensar que he dormido mucho tiempo, tanto que he
llamado la atención e incluso llegado a alertar a todos los que me
rodean. Pienso que estoy horas, días e incluso semanas, en ese sillón,
que los demás siguen su vida y que me observan de vez en cuando como a
un animal extraño, como a un ser curioso que nunca podrá despertar.
Tengo miedo siempre en esos sueños de hablar de mi crimen o de mis
crímenes en voz alta, de no hablar solo en el sueño sino también en la
realidad. Sueño que estoy empezando a hablar de él, y que con una breve
frase, pronunciada por mí con la mayor de las inocencias, ya me he
delatado completamente. Entonces por fin me puedo sacudir el sueño, y
emerger a la compañía de los otros, pero siempre con una expresión de
tal agotamiento, culpabilidad y miedo, que me maravillo de que los que
están a mi lado no sospechen nada.
En unos instantes me repongo y me dedico a disfrutar de mis horas de vigilia en absoluta placidez.
Algunas noches creo estar más cerca de mi nefanda acción (o acciones).
Nunca llego a tener ninguna imagen definida, pero el sentimiento de
haber dispuesto sobre la vida de alguien, de haber sido una especie de
dios inclemente y caprichoso, llega a ser muy fuerte. Mis víctimas no
adquieren ninguna cara, pero la sensación de su presencia es muy
intensa. En los sueños la gente muere y al instante está de nuevo viva.
Es difícil morir del todo, y por ello yo sentía por algunos de los
túneles de mis sueños levantarse a mis muertos, para buscarme, o al
menos, para hacerse más visibles para la gente de mi alrededor. En los
instantes confusos del despertar sentía alivio de que nadie los hubiera
encontrado, e incluso yo mismo pensaba a veces que no los había matado.
Durante el día, la ausencia de culpa y de recuerdos me producen la
ilusión de que nunca he cometido mis crímenes. Me hacen plantearme cuál
es el origen de mis sensaciones nocturnas. Trato de convencerme de que
los remordimientos están causados en realidad por un delito o fechoría
menor, o quizá simplemente una pequeña falta, y que mi fantasía nocturna
monta todo ese andamio de terror para evitar cometer en el futuro
acciones más condenables. Pero otras veces pienso que mi pasado puede
ser tan inescrutable y confuso como mi futuro, y que en alguno de sus
recovecos existe, realizado ya para toda la eternidad, el mal que he
perpetrado.
Una mañana oí llamar a la puerta con fuertes golpes.
Adormilado, me levanté de la cama y fui a abrir. Era la policía,
acompañada de algunos de mis familiares, que me miraban con profundo
desprecio. Pensé que tenía que estar soñando, y efectivamente lo estaba.
Me costó un poco despertarme, pero pude por fin abrir los ojos y
encontrarme serenamente en mi cama. Nadie había llamado a la puerta. Mi
secreto seguía tan a salvo como siempre.
Podría pensarse que mis
terribles sueños hacen que me desvele y que no quiera dormir, pero en
realidad, cada vez duermo más horas. No puedo evitarlo. Muchos días
incluso llego tarde a mis obligaciones. Los sueños son cada vez más
largos, vivos y complejos. Muchas veces es tal su extravagancia o el
miedo que me provocan, que trato de despertarme, pero lo más que consigo
es soñar que estoy viendo una película. Cuando ya toda la lógica
narrativa anuncia el fin, siguen pasando y pasando cosas, y yo maldigo a
ese director tan torpe que está haciendo que la película no acabe nunca
y no pueda salir del cine. En la película empiezan a aparecer las
escenas de mis crímenes y los demás espectadores pueden verlas. Me
miran, pero yo les indico la pantalla y les digo que todo es una
ficción. No me creen y me despierto llorando.
Todas estas angustias
duran ya años. Así que esta noche he tomado una decisión, sin duda
injusta, pero necesaria desde mi lógica personal. Voy a matar
¿nuevamente? a alguien, por lo menos para que mis recuerdos sean nítidos
y no albergue dudas. Para poder quemar y enterrar el cuerpo y tener la
absoluta seguridad de saber dónde está y estar convencido (si lo hago
bien), tanto en el sueño como en la vigilia, de que nunca lo
encontrarán.
Me coloco tras la esquina de un oscuro callejón con un
enorme cuchillo en la mano. Mientras aguardo a mi víctima, estoy
ansioso, incluso diría que ilusionado. Agradezco tener una excusa
(aunque sea tan poco defendible como una dudosa búsqueda de tranquilidad
psicológica) para matar, para probar esa emoción primaria. Aparece
alguien que no debería estar por aquí a estas horas. Una mujer joven y
hermosa, que me resulta lejanamente familiar. Anda despacio, pero sin
titubear. Como si supiera que corre peligro pero que tiene que enfrentar
su destino, y que hay alegría en someterse a él. Salto sobre ella y le
tapo la boca con una mano, mientras con la otra le abro el cuello. Veo
sus ojos girarse un poco para verme y me fijo en su expresión, para
poder recordarla.
En ese momento, y solo en ese momento, deseo que
todo sea un sueño. Busco algún detalle que delate irrealidad. Quizá su
sangre sea verde. Acerco mi linterna y es roja, de un rojo luminoso y
espeso. Quizá sus manos se disgreguen cuando las coja, como si
estuviesen hechas de polvo. Las cojo y no se disgregan. Quizá la herida
se cierre o el cuerpo entero de la mujer se transforme en otro.
Permanecen, pero quizá los hombres que se acercan, dando gritos, estén
muertos en la realidad y cuando lleguen aquí reconoceré sus caras
borradas hace ya muchos años. Quizá esos truenos que disparan me
alcancen, pero puede que suceda como en los sueños, que no me hagan
ningún daño, o todo lo más, me obliguen a despertarme.
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