martes, 6 de enero de 2015

La fotografía

Cuando tenía ocho años, encontré la foto de una niña que no tendría más que unos meses. Se le cayó a una señora de cara huesuda y grandes mandíbulas, que desapareció tras un autobús. Quise devolvérsela, porque para qué la quería yo. Sólo me fijé en los zarcillos de las orejas y en su expresión, que parecía bastante inteligente para su edad. La metí entre las hojas de uno de mis libros de texto y la olvidé.

Si no llego a repetir curso no me entero del acontecimiento más importante de mi vida. Volví a encontrar la foto y la vi distinta a como confusamente la recordaba. Parecía haber más pelo en su cabeza, parecía que en su boca había una dentadura perfectamente formada y su expresión era más inteligente aún. Cuando al año siguiente por injusticias de la vida volví a repetir, no me cupo duda. Estaba creciendo.

Al principio la miraba de tiempo en tiempo. La foto era para mí simplemente un objeto mágico, un secreto del que saberme poseedor era muy gratificante. Incluso pensé enseñársela a mis compañeros (sólo con algo así me habría ganado un poco de su atención). Menos mal que no lo hice, que nadie más la conoce.

Observaba sus cambios con curiosidad científica, como si tuviera un huevo de cristal para ver Marte (pequeño homenaje a H. G. Wells). Pero más tarde la curiosidad dejó paso a las pasiones. Los años de la adolescencia fueron lentos, enclaustrados. Bajo la luz del flexo crecimos los dos, yo sin darme cuenta.

Cada vez era más guapa. Vi los cambios en sus cejas, en sus caderas, en su pecho. La espiaba impacientemente para intentar sorprender sus increíbles transformaciones. Trataba de saber de qué estaba hecho el papel, qué me querían decir sus ojos. Eran oscuros, su boca se curvaba ligeramente y sólo con eso su expresión era temiblemente burlona. Me enamoré de ella, de un modo que sólo unas circunstancias tan extraordinarias y esa larga intimidad podían provocar. Pensaba que un día cualquiera la encontraría por la calle, que acentuaría esa sonrisa suya sólo un poco y me llamaría. Entraríamos a un bar y me contaría larga, sosegadamente quién era, dónde vivía. Luego recorrería su cuerpo no rígido como el papel, no resbaladizo como el papel fotográfico.

Ese tiempo quedó atrás, y hoy veo su pellejo cuartearse, como si el propio papel se estuviese resquebrajando, pero menos arrugado que el mío, y sólo su mirada se mantiene. Me pregunto por qué llegó a mis manos y, sobre todo, si ha vivido. Muy probablemente sí y nunca me ha visto. Entonces he sido yo el que ha estado encerrado en esa foto, todos estos años.

Hoy ya sólo puedo albergar algunas dudosas esperanzas de cosas débiles, y nunca podré comprobar si sucedieron. Como por ejemplo, que ella haya encontrado otra foto que se transformaba.

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