martes, 6 de enero de 2015

Dientes de vampiro

Era la primera vez que iba a recogerla a su casa. Me abrió su hermana y me dijo que me estaba esperando. Me pareció increíble que no estuviera en cualquier otro lugar. Cómo podía tener yo tanto poder. La vi asomarse alegre, recién duchada, con el pelo brillante. Cómo podía haber provocado yo eso.

Íbamos por el campo y llevaba una camisa sin mangas. Era la primera vez que veía sus brazos desnudos y la abracé mientras caminábamos. Estaba a mi lado, andaba a mi lado y no se retiraba. Hablaba en voz baja y yo no podía pensar. No asimilaba aún a quién estaba tocando.

Llegamos a la base de una pared rocosa, orientada al este. Yo había oído hablar de unos fósiles curiosos. No en vano, toda la zona había estado sumergida bajo el mar desde el Triásico hasta hace relativamente poco tiempo.
Cuando encontré los primeros, recordé vagamente el nombre que había oído darles a los lugareños: "Dientes de vampiro". A mí no me recordaban especialmente unos colmillos: algunos parecían más bien garras, otros sí parecían dientes, pero a medio camino entre unos incisivos y unos molares. Estaban desgastados y tenían un color amarillento, algunos presentaban dibujos laberínticos de crestas y de valles. Por lo visto, los científicos no tenían aún muy claro a qué grupo de organismos pertenecían (seguramente alguna rama lateral de los reptiles marinos, del tipo pliosaurio o mosasaurio). Cogí algunos y fui a enseñárselos.

Ella los miró con cierta inquietud. Me dijo que nos marcháramos. Yo no le hice caso y seguí buscando algunos más bonitos para que los viera.

Se apartó unos metros y llegó hasta el camino. Me dijo que quería estar lejos de la pared. "Mira, podría haber sido su cementerio. La pared está orientada hacia donde sale el sol. Quizá venían aquí cuando querían morir".

Yo le hablé de que aquello era simplemente un acantilado que había delimitado una bahía, donde las aguas se calmaban y las olas depositaban los restos de los animales. Pero cada vez estaba más intranquila y volvió a pedirme que nos fuéramos.

De pronto tuve la sensación de que hacía mucho tiempo, quizá un minuto o dos, que no la oía. Me levanté y la llamé, pero no me respondió. Recorrí todo el camino y luego volví sobre mis pasos, cada vez más angustiado. La vi de lejos, enfrente del yacimiento, sentada en una piedra. Me regañó suavemente y sus ojos me dirigieron otro leve reproche. "Anda, vámonos ya", me dijo.

Cerca de su casa quise besarla, pero retrocedió. Ahora sé que quiso protegerme, porque al amanecer fue a arrojarse por el viejo acantilado.

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