martes, 15 de marzo de 2011

El examen

 Bajaba de mi habitación, salía de mi casa sin decir a mi madre adónde iba y pasaba las huertas. No podía estudiar más. Pasaba las noches pegado a los libros, retorciendo las manos, sin aprender. No entendía casi nada y lo poco que entendía lo olvidaba en las horas siguientes.

Llegaba a un campo de avena verde, en cuyo fondo lejano se veía una montaña gigantesca. Veía los vencejos, esas aves que no se posan más que para criar, volar sobre la hierba. Imaginaba que estaba en el cuello de un vencejo, que me aferraba a sus plumas. ¿Dónde me llevaría aquel espíritu oscuro?

Vería el aire abierto, bullicioso, poblado de remolinos, estrujado y expandido por el viento. Un conjuro me encontraría y me encadenaría durante mucho tiempo a aquel pájaro. Vería pasar el suelo a mi costado y llegaría muy lejos. Me fijaría en cada cosa que viera.

Perdería muchos recuerdos y me quedaría la capacidad de sentir y de recordar el nombre de las cosas. Sabría que al final del viaje encontraría en mi habitación un folio con unas preguntas. Las habrían escrito aquellos que produjeron el hechizo. Luego debería entregar los folios con las respuestas envueltos en un papel de aluminio, bajo un nogal alto que hay a la salida de mi pequeña ciudad.

No sabría sobre qué me iban a preguntar. Miraría el cielo, estudiaría las formas de las nubes. Trataría de descifrar los caminos trazados en el aire. Pero no podría disponer de ningún orden ni ningún método, y no podría apuntar nada. Almacenaría las imágenes como quien las echa en un saco. Temería las preguntas generales, del tipo: "¿Qué has visto?" o "Hágame un comentario crítico del universo".

No sabría por dónde empezar, ni formularme las preguntas adecuadas. Pero no tendría la sensación de estar frente a un libro cerrado, porque sólo me pedirían cosas que pudiese ver. El laberinto de las causas y los efectos es una trampa para ellos. Se fijan en las llanuras y en las ciudades al sol del amanecer. Yo anotaría mentalmente mis percepciones y mis sentimientos y los clasificaría en mi memoria atendiendo a sus sabores y su intensidad. Si no aprobaba aquel examen moriría.

Recorrería regiones y volvería a mi casa sin noción del tiempo. Subiría a mi habitación y encontraría sobre mi mesa el papel que no podría quemar ni olvidar. Llevaría un bolígrafo y me acercaría a él, temblando. Lo cogería con mis manos y leería sus letras, no escritas por seres humanos. Contendría la respiración y empezaría a escribir.

Me parecería recordar las respuestas de un plumazo, pero luego sabría que no podría desarrollar mi contestación, que había olvidado todos los detalles. Mi largo viaje sería como el recuerdo de un sueño, cuya recuperación es imposible. Llenaría la hoja de tachones y la tinta heriría mis ojos. Luego me enrollaría, con un discurso sin pies ni cabeza y para llenar bulto. Quizá alguna de esas frases por pura casualidad me hiciera recordar algo, o reparar en algo que antes no había visto.

Tendría una noche entera para ocupar diez o quince folios con mis respuestas. Vería acercarse el amanecer y me sentiría agotado, con los nervios deshechos. Creería que no me daría tiempo a acabar y que además no importaba. Estaría completamente solo, notando el aire frío de la madrugada. Querría dormir, saborear la amarga libertad de la rendición. Pero daría el sol en mi ventana y yo firmaría entonces aquellos folios. Los envolvería en papel de aluminio y los enterraría debajo de un nogal, sabiendo que había cumplido mi parte.

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