martes, 15 de marzo de 2011

La proyección privada

La siguiente vez que los vi venir, desde la ventana de mi sala de estar, me levanté de un salto y salí a la calle corriendo, aunque llevaba puesto el pijama; pero me vieron antes de doblar la esquina y me dijeron: "eh, tú, ¿adónde crees que vas?". Tuve que volver a mi casa con ellos, sentarlos a mi mesa camilla y ofrecerles de las castañas que estaba comiendo.

Cuando me dijeron que eran productores de cine, me extrañé mucho, porque no imaginaba que aquellos tétricos individuos disfrutaran con la frivolidad de las películas; pero sentí alivio, porque deduje que se habían equivocado de víctima y me dejarían en paz. Luego bendije mi ingenuidad, que me permitió ser feliz al menos por un momento. Yo era muy joven, pero ya me habían sometido a varias pruebas siniestras.

Me buscaban a mí para que les dirigiese una película. Me dieron el libro "La Isla del Tesoro", de Robert Louis Stevenson, y me dijeron que lo leyese para el día siguiente. Por la noche vendrían a ver la película.

Lo leí de mala gana, muy rápido y sin enterarme bien de las cosas, ya que a la mañana siguiente tenía dos exámenes y por la tele ponían un partido de la selección española. Al anochecer, aprovechando que mis padres habían salido, se presentaron en mi puerta, provistos de bolsas de palomitas. Me colocaron una diadema que tenía una placa de oro en el lugar de la frente y apagaron las luces de la sala de estar. Se apoltronaron en los sillones y abrieron las bolsas, mientras me decían que empezara la proyección.

Al minuto y medio me dijeron que parara porque ya me estaba repitiendo. Me dijeron que les había parecido una película espantosamente mala y además demasiado corta. Yo les había ofrecido el esquema general de la trama, sin desarrollarlo apenas, y luego había empezado a repetirlo. Me la criticaron bajo todos los aspectos: me dijeron que no tenía lógica narrativa, que sólo habían visto una sucesión de imágenes confusas, sin orden, y además, mezcladas con mis propios pensamientos y recuerdos. Más que de secuencias, la película constaba de una serie de planos estáticos, casi todos desde el mismo ángulo. La puesta en escena era simplista, los actores hablaban todos con la misma voz y su interpretación era ridícula. Sus rasgos estaban desdibujados o eran los de mis vecinos y compañeros de colegio. Su vestuario y caracterización eran completamente inadecuados y la ambientación natural de la isla del Pacífico era muy pobre: sólo palmeras (que además no eran las autóctonas) y loros. La banda sonora destacaba por su absoluta ausencia y la fotografía era penosa. Por otro lado, me dijeron que no querían una película surrealista como la que les había montado; que eso podía valer para una novela vanguardista, pero "La Isla del Tesoro" era una novela de aventuras tradicional y no podía ser desfigurada de esa forma. Se despidieron de mí con un consejo: "Hazla mejor la próxima vez, porque si no te mataremos".

Para la siguiente proyección, tres días después, había cuidado más todos los detalles por la cuenta que me traía. Me había quedado mirando largas horas fotografías de vestidos del siglo dieciocho y de islas del Pacífico. Había organizado mejor la historia en mi cerebro y me había representado muchas escenas que antes había desdeñado por no ser estrictamente necesarias para la comprensión de la trama. Elaboré varios guiones mentales, para conseguir cada vez una mejor eficacia narrativa y la ensayé varias veces dentro de mí. Lo malo es que de vez en cuando las distintas tomas se superponían en mi mente y no se entendía nada, porque era como proyectar dos películas al mismo tiempo. Me esforcé también por encontrar una banda sonora adecuada; al principio estuve todo el rato con la cancioncilla esa de la botella de ron, pero al final encontré algunos fragmentos de música clásica que pegaban bien con algunas escenas, aunque era duro imaginar todo el rato la música sonando.

Lo más difícil era eliminar de la proyección el fondo de mis pensamientos. A veces desvariaba y cualquier situación de la película me hacía recordar algún suceso de mi propia vida. También era difícil pasar de la imagen de la Mancha Negra, ya que me impactó vivamente la primera vez que vi la película en el cine, una tarde lluviosa de otoño en que me llevó mi padre, cuando era muy pequeño. Del resto de imágenes no pude echar mano, porque no recordaba nada más, salvo el cofre lleno de monedas de oro. Sólo guardaba un sentimiento confuso de misterio y aventura, en el que quizá estuviera cifrada toda mi infancia, y me tuve que quebrar mucho la cabeza para poder incorporarlo de alguna forma a mi producción.

Cuando llegó el momento de proyectarla ante ellos me puse muy nervioso y hubo varios cortes y hasta se coló algún anuncio. Los tienes tan metidos en la cabeza que ni entonces pude evitarlos. Lo más difícil era mantener la concentración en la historia, para que siguiera un orden lineal y no rememorara antes de tiempo escenas del final de la película, como me pasó varias veces, con lo que me la cargué. Otra cosa difícil era proyectarla a la velocidad adecuada: a veces tus pensamientos transcurren muy rápido, casi instantáneamente, mientras otras veces se demoran mucho tiempo en una escena sin poder avanzar.

No les gustó esta vez tampoco, pero me dieron otra oportunidad. Tuve tres meses para preparar la nueva película. No resultó muy larga, porque no pude mantener la concentración más de cincuenta minutos, pero se conformaron y la editaron, en un largo carrete de película de plata. Aún la están proyectando por ahí y no puedo ni imaginar la calaña de los individuos que estarán viéndola. Por lo visto, tuvo bastante éxito. Me gustaría verla de nuevo, porque casi la he olvidado.

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